Hace unos días, limpiando mi computadora, me topé con la primera versión del guion de Karakol, escrito seis años atrás. Me llamó la atención reconocer que la mayoría de los cambios entre aquellos textos y los que luego se filmaron estaban agrupados a partir de cierto momento. En aquella versión, lo que yo quería contar se daba a través de un trazado intuitivo, desperdigado. Los personajes estaban, sus acciones, sus resultados, pero le faltaba ese “ajuste” que recién le pude dar cuando la película se convirtió en un hecho. Me refiero al reemplazo de palabras por imágenes, a simplificar informaciones, a encontrar el gesto justo que termina de completar una escena. A entender lo que realmente quería contar. Creía que esa primera versión se centraba en la historia de Clara, la hija que no puede con la angustia de haber perdido a su padre. Sin embargo, el tema de Karakol era claramente otro: la validez de indagar en la intimidad más profunda del otro, esa que está reservada solo para uno mismo. Ese lugar hondo y remoto que nos hace ser quienes realmente somos, aquí y ahora. En su tristeza, esta hija que quiere saber más de su padre muerto, para retenerlo, empieza a romper con la intimidad que no le pertenece.
El gran desafío estaba en buscar un escenario para retratar ese descenso dentro de un territorio ajeno. Debía ser inabarcable, de difícil acceso, absolutamente irreconocible. Siempre dijimos: si hubiéramos podido ir a filmar al espacio, a otra dimensión, lo hubiéramos hecho. Frente a esa imposibilidad pensamos cuál era la zona del mundo más ajena para nosotros. Así llegamos a Tajikistán, aunque podría haber sido cualquier otro de los países “tán” que formaron la URSS. De esos lugares no sabemos nada. Ni de su cultura, ni de sus lenguas, ni de su situación política. A duras penas los ubicamos en el mapa. Ni qué hablar de conseguir un servicio de producción allá..
Nueve meses antes de rodar, hicimos el primer viaje a buscar locaciones y comprobar hasta qué punto ese país era “otra dimensión”. Viajé con Eva Padró, directora de producción, y Agustina Muñoz: para mí era fundamental que la protagonista sea parte del scouting, que busque conmigo el camino que luego, ya siendo Clara, iba a transitar. Recorrimos Tajikistán de oeste a este, con un guía -Surat Tomaistov, quien luego participaría como actor – hasta llegar a un poblado de no más de treinta casas dando la espalda al lago Karakul. Un lago a 4.000 metros de altura que no se usa. Un gran espejo de agua intacto. De un color que no sé nombrar. No sólo nadie lo transita, nadie lo nada, nadie lo usa, sino que tampoco tiene fauna. El lago Karakul no tiene peces. Era el lugar.
Cuando volvimos a filmar -ya siendo un módico equipo de siete más los guías- muy seguros de nuestras locaciones, nos encontramos con algo que no habíamos registrado: esa zona fronteriza con Kirguistán estaba militarizada. Había soldados por todas partes, hasta en una atalaya desde donde controlaban todo el caserío. Y nosotros sin permiso de filmación, no por prepotentes sino porque no había lugar en ese país donde tramitarlo. Así, el guion técnico pensado se descartó y las puestas de cámara debieron pensarse estratégicamente para no ser vistos desde el puesto de vigilancia. Nos metimos dentro de autos, nos aplastamos contra paredes, no escondimos por las esquinas. Este desafío, pienso, ayudó a no caer en la tentación de filmarlo todo: una de las pautas que habíamos acordado con Fernando Lockett era no dejarnos conquistar por ese paisaje encantado y “hacer un National Georgraphic”.
Mi primer película -El cajón- también parte con un muerto: un abuelo que no puede ser sepultado porque la obra social no entrega el cajón y la familia debe velarlo por varios días. Se concentra en la relación entre los hermanos, sus diferentes reacciones, la manera en que cada uno ve el mundo.
No es de la muerte de lo que me interesa hablar, sino de todo el cimbronazo que se nos produce a partir de una ausencia. Lo que sucede alrededor, el modo en que se ven obligadas las piezas a reacomodarse, cómo se recotizan ciertos valores. La construcción de un nuevo orden interno, de movimientos y de sentimientos. Es decir, a partir de la muerte, la reconstrucción de la vida.
Saula Benavente
(Directora de Karakol)
Dejar comentario